Hacía tiempo que no disfrutaba tanto con la lectura de una novela; hacía meses, de hecho. Creo recordar que el último libro que me hizo alcanzar estas cotas de placer estaba firmado por el gran Coetzee.
Me gusta Stoner por la inmediatez de su prosa, por la concreción, por su capacidad para mantener el pulso narrativo durante toda la novela y, sobre todo, por su facilidad para conmover. Una historia como ésta, la vida de un personaje sencillo del medio oeste americano, podría convertirse en un verdadero tostón en manos de otro escritor, uno de esos con tendencia a las digresiones eternas y la paja en el ojo propio. Pero Williams da con la fórmula adecuada para que la historia avance sin una sola piedra en el camino, para que tome las curvas como un Red Bull de Fórmula 1, sin un solo contravolante. Leer Stoner es una gozada para los ojos de cualquier lector. No olvidemos tampoco que a ello contribuye la magnífica traducción de Antonio Díez Fernández.
Stoner narra la vida y andanzas de William Stoner, un hombre sencillo, íntegro y bueno -sobre todo bueno-, cuya existencia se desarrolla entre las dos grandes guerras. A Stoner le toca vivir un duro comienzo vital, a finales del S.XIX, en la granja de sus padres. Posteriormente, cuando accede a la docencia, se ve obligado a lidiar con las zancadillas de sus compañeros de profesión -a quienes molesta tanta integridad-, con el fracaso de su matrimonio con una mujer conservadora y desequilibrada, con el sufrimiento de tener una aventura amorosa, con el embarazo no deseado de su hija... Y lo hace siempre con un estoicismo proveniente de un fuerte arraigo a ciertos valores.
Tanto la historia en sí como la forma lineal de contarla no se alejan del clasicismo, pero hay un poso de vanguardia, de modernidad en la forma de narrar, que viene marcada por la prosa; por la forma en que ésta avanza partiendo de lo anecdótico y lo convencional. Lo que más llama la atención es el camino que toma Williams para construir su narración: primero resume un poco la situación actual del personaje (hay que tener en cuenta que la historia abarca muchos años), luego se centra en una anécdota, en un instante, en un hecho concreto, pequeño, minúsculo, y lo desarrolla en su versión más dramática y tensa; conmovedora. Después empieza un nueva capítulo...
Vila-Matas la tildó de "obra maestra ignorada" y Rodrigo Fresán dijo, sencillamente, que era "una obra maestra. Y punto". Y estoy de acuerdo con ambos. Me satisface también que sea una editorial independiente (o microeditorial, como diría Sergio Gaspar) quien nos haya acercado esta novela, escrita en 1965 e ignorada durante muchos años, a los lectores españoles. Es una forma de que el público general tenga conciencia de la existencia de estas pequeñas editoriales y, sobre todo, de su importancia dentro del sistema como refugio de la buena y la alta literatura.
En su año cuarenta y tres de vida, William Stoner aprendió lo que otros, mucho más jóvenes, habían aprendido antes que él: que la persona que uno ama al principio no es la persona uno ama al final, y que el amor no es un fin sino un proceso a través del cual una persona intenta conocer a otra. (p. 170)
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