sábado, 12 de enero de 2013
STONER
Fernando Escalante Gonzalbo
Poco antes de morir, mientras agonizaba, William Stoner cayó en la cuenta de que llevaba varios días pensando en el fracaso —como si eso tuviera alguna importancia. Y de pronto le pareció que era una preocupación mezquina, indigna de la vida que había vivido.
Son las últimas páginas de la novela de John Williams, Stoner. Emocionantes, que se leen con un nudo en la garganta. En ese breve reparo del protagonista se descubre además una nueva perspectiva para el conjunto, porque es inevitable leer la vida de Stoner como la historia de un fracaso, incluso el fracaso ejemplar, sin paliativos; y sin embargo, a partir de cierto punto en la lectura, la idea misma del fracaso resulta absurda —mejor dicho: resulta inaceptable como criterio. La vida es otra cosa. A ver si me aclaro. William Stoner es un profesor universitario que lleva una vida sin incidentes mayores, fundamentalmente gris. No es un genio, no es un rebelde, no llega a hacer gran cosa en su vida profesional. Padece dramas domésticos, triviales o casi triviales. Pero en su manera de vivir esa vida pequeña, como la de cualquiera, hay una intensidad profundamente conmovedora —hay algo que sólo se puede llamar pasión, en el más terrible sentido de la palabra. Stoner, en su perfecta medianía, es un paradójico modelo moral, desafiante e inolvidable.
John Williams publicó Stoner en 1965. Es sin duda una de las mayores novelas escritas en Estados Unidos en el último medio siglo. Después de leerla uno no entiende cómo pudo quedar prácticamente descatalogada durante treinta años, cómo pudo quedarse sin traducir al español hasta ahora. Yo no lo entiendo. No tendría por qué ser un best-seller, pero desde luego tiene más interés que muchos otros títulos más o menos contemporáneos, como A sangre fría, de Truman Capote, The naked lunch, de William Burroughs, o Corre conejo, de John Updike, y es más fácil de leer y más cercana que ¡Absalón, Absalón!, de Faulkner, por ejemplo, o cualquier cosa de Beckett. Si tuviera que aventurar una explicación, diría que la diferencia está en que Stoner pide una lectura poco probable en nuestro confuso cambio de siglo, una lectura como la que piden los clásicos: atenta, serena, generosa —la de quien lee para entender su vida, la vida.
En un resumen esquemático, la novela no parece gran cosa. Es la vida de un profesor universitario, relatada por un narrador omnisciente, en tercera persona, de manera estrictamente lineal —desde su nacimiento hasta su muerte. Y sin embargo, no puedo imaginar a un lector que no se conmueva con esa historia.
William Stoner es el hijo único de un matrimonio de granjeros modestísimos, de Missouri. Va a la universidad, enviado por su padre, para estudiar agricultura. Sin entender él mismo por qué, al cabo de un año termina estudiando literatura, y finalmente se convierte en profesor: la oscuridad del momento en el que Stoner descubre su vocación vagamente, sin descubrirla del todo, sin entenderla, es un verdadero hallazgo. Sigue su vida en la universidad, donde es un profesor serio y mediocre, y publica un libro serio y mediocre. Ni es popular ni es influyente, es uno más. Es eximido del servicio en la primera guerra mundial. Se casa con la hija de un banquero: hermosa, distante, torturada. Terrible. Al cabo de un mes, Stoner sabe que su matrimonio es un fracaso, al cabo de un año deja de creer que en algún momento vaya a mejorar. El personaje de Edith, entero, está en las primeras líneas en que se le describe: “Su formación moral, en las escuelas a las que asistió lo mismo que en su casa, era de naturaleza negativa, de intención prohibitiva, y casi enteramente sexual, pero de una sexualidad indirecta y nunca reconocida”.
Nada está dejado al azar. Todas las piezas están en su sitio, todas las historias se cierran. Y todos los episodios de la novela son estrictamente necesarios para la trama —todos sirven para algo. El conjunto produce un efecto abrumador.
No conozco otra novela que capture de modo parecido la absoluta seriedad que puede tener la vida universitaria. Porque Stoner adopta su oficio con la severa devoción con que su padre labraba la tierra —con una especie de rígida resignación, de campesino. Y esa devoción sólo a medias consciente es lo que le da a la novela el aire de una tragedia, donde todo es irremediable; porque uno sabe que el bueno de William Stoner va a estrellarse precisamente donde se estrella, y se lo va a jugar todo y lo va a perder todo porque cree de verdad en lo que hace y piensa que eso importa.
Stoner es una obra maestra. En su profundidad, en su ambición, en el tono grave y emocionante, recuerda al mejor Saul Bellow, al de El Diciembre del Decano, Ravelstein, o El Planeta del Sr. Sammler. Tiene la elegancia y la hondura de los clásicos. Es una novela que hay que leer.
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