Por Maximiliano Tomas/Diario Perfil
Por una razón u otra, todo el mundo escribe: 
Buenos Aires debe ser la ciudad con mayor cantidad de escribientes por metro 
cuadrado. También se publica demasiado: más de 20 mil títulos al año. Leo por 
ahí que tan sólo la editorial Dunken (la vanity press más activa de la 
Argentina, que les cobra a sus clientes para publicar sus obras) imprime por año 
libros de 700 autores distintos, casi el doble de lo que lanzan al mercado 
multinacionales como Planeta o Sudamericana. ¿De dónde saldrá esa necesidad, esa 
compulsión por publicar? Pero además, Buenos Aires parece ser también la ciudad 
con mayor cantidad de escritores (y editores, y editoriales, y talleres 
literarios) por metro cuadrado. Muchos de esos escritores son malos (incluso 
muchos que llegan a publicar y a alcanzar un módico éxito). La mayoría son 
correctos. Y los menos (pero a su vez, como son tantos, no son precisamente 
pocos) son o serán, con el tiempo, buenos y hasta muy buenos. Y están por todas 
partes. 
En abril de este año, mientras cenábamos en su casa en Madrid, el editor 
Constantino Bértolo, del sello Caballo de Troya, me preguntó si conocía a una 
joven escritora argentina llamada Mercedes Alvarez. Siempre atento a lo nuevo, a 
lo raro, a lo poco difundido, había recibido una breve novela firmada por ella 
y, como le había gustado, pensaba publicarla. Un poco extrañado (y por qué no, 
molesto: un autor argentino más que desconocía), le dije que no. A los pocos 
meses un amigo en común que viajó a la Argentina me trajo el libro, llamado 
Historia de un ladrón. Y al repasar los datos de Mercedes Alvarez (Tandil, 1979) 
en la solapa me di cuenta de que sí, que la conocía e incluso la había visto un 
par de veces, ya que trabaja en el Centro Cultural de España en Buenos Aires. 
Recordaba nuestro primer diálogo, que había sido breve y confuso: los dos 
habíamos vivido en Barcelona, pero mientras yo alababa las virtudes de la 
ciudad, ella no hacía más que desdeñarlas. Por algo había vuelto a Buenos Aires. 
Hace poco, en una reunión, volví a cruzármela, se rio y me dijo que no recordaba 
aquella primera conversación. Y aprovechó para darme su libro de cuentos, 
 Vecinos (con apenas treinta años, Alvarez lleva ya dos títulos editados, aunque 
ninguno esté publicado en la Argentina). 
A pesar de su evidente solidez narrativa, entre la novela y los relatos hay 
diferencias, como si fueran libros de dos escritores distintos, o como si los 
cuentos (duros, secos, melancólicos, un poco demasiado influidos por la 
tradición cuentística estadounidense del siglo XX) hubieran sido el largo peaje 
que Alvarez pagó para llegar a construir el esqueleto de Historia de un ladrón. 
Porque, sí, la trama de la novela está presente, de manera germinal, en muchos 
de sus cuentos: niños sin padres, niños abandonados, niños jugando solos bajo el 
sol de la tarde, sumergidos en el silencio de la siesta. Padres desconocidos o 
que se van y casi nunca vuelven, padres que no pueden salvar el abismo 
sentimental que los separa de sus hijos: “De modo que el hombre estaba solo con 
todo ese amor y no sabía cómo dárselo al chico. Sucede a veces con el afecto. 
Casi siempre cuando se trata de un padre. A veces cuando se trata de un hijo”. 
En Buenos Aires se escribe mucho y se publica demasiado. Pero también (y por 
suerte) es frecuente que aparezcan narradores como Mercedes Alvarez, que con uno 
o dos libros nos hacen olvidar el hecho de que vivimos en una ciudad con 
demasiados escritores malos, megalómanos y, para peor, hiperactivos.
http://www.diarioperfil.com.ar/edimp/0533/articulo.php?art=26151&ed=0533 
 
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