lunes, 29 de agosto de 2011

La prisión de los espejos


¿Cómo reaccionaría una persona normal si, por azares de su profesión, llegase a tener pruebas de una monumental confabulación entre políticos corruptos, tiburones de las finanzas y distinguidos miembros de la más exquisita burguesía de su ciudad? El psicólogo Marc Viadiu no es una persona normal, ni sus planes y último propósito en esta historia son en absoluto normales. Por otra parte, ninguna novela se detiene demasiado –ni tiene porqué–, en los afanes habituales de la gente corriente y con vocación de seguir siéndolo a perpetuidad.
El descubrimiento de esta trama de poder, sobornos, cohechos y maldad que no se detiene ante nada y es responsable del asesinato de uno de sus pacientes, lleva al psicólogo a una arriesgada determinación. Se presenta en la apartada y lujosa mansión de uno de los dirigentes de la perversa, «honorable sociedad» y le expone sus condiciones. Es un pacto que, sabe, «ellos» no van a aceptar.
Ambientada en la Barcelona actual, ciudad que vuelve a convertirse en territorio literario merced a la eficaz prosa del autor, La prisión de los espejos desentraña con espléndido desparpajo una intriga compleja y al mismo tiempo colmada de sencillez. Compleja por cuanto lo son aquellas maquinaciones inhumanas del poder, la avaricia y el ansia de supremacía. Sencilla porque, en el fondo, todo se resume en el diabólico juego eterno: ser depredador o víctima; vivir o morir. Entre ambos extremos, una interesante triada de personajes: el psicólogo Marc Vadiú, la madura, sentimental y en extremo lúcida Mercedes y el campesino Albiol –quizás el mejor conseguido de los tres–, establecen un subyugante juego de identidad en el caos de una historia vertiginosa: quién es cada cual, qué motivos les mueven y por qué se han involucrado en esta trama de voluntades en desafuero, es el enigma fundamental de la novela, el cual se resolverá de forma ingeniosa y con notable solidez narrativa.
Quizás un más concienzudo trabajo de edición habría “depurado» del texto algunas expresiones en exceso reiteradas y alguna que otra situación demasiado forzada. Sin embargo, considerando los niveles de desinterés hasta los que se desmorona hoy día la edición en España, no podemos poner ninguna objeción importante al texto ni a El Baile del Sol, pequeña y grande editorial tinerfeña que se ha encargado de llevar a imprenta esta novela. Los posibles, en cualquier caso irrelevantes «peros» que podrían rebuscarse “con lupa”, no menoscaban el notable resultado final.
Escrita con infrecuente brillantez -máxime en un autor de la edad de Rafa Martín Masot -, depurado estilo y no poca ambición de conseguir una obra llena de intriga cuya acción atrape al lector desde el principio, la novela evoca en algunos memorables intervalos a maestros como Mishima (El color prohibido y su «prisión de los espejos») y Paul Auster (Ciudad de cristal), sensación muy de agradecer en un autor que, desde su radiante juventud, manifiesta un compromiso inequívoco con la literatura en estado puro, el gran arte de narrar sin concesiones a la baratura comercial ni desaliento ante lo difícil de este reto. Es la apuesta, admirable, del escritor más prometedor de su generación. Una generación, todo hay que decirlo, aún no nacida. Rafael Martín Masot (Granada, 1989), prodigiosamente se adelantó con Abulagos (2004) y La luna eclipsada (2006), al surgimiento de las nuevas voces que, acaso, lo acompañarán en el futuro como máximos exponentes de la narrativa española.

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